Lleno de baches que eran más bien socavones, aquel peligroso carril – que por alguna extraña causa llamaban carretera – a duras penas se abría ocaso por el amplio llano de la Campiña, conectando Valverde de Llerena con la muy vecina Ahillones, tras siete interminables kilómetros de cotidiana aventura a base de derrapes y frenazos.

Siendo ya bien rodado taxista Valverdeño, casi a diario había que padecer el incómodo trajín de aquella ruta tan familiar. Con esa quejumbrosa resignación típica de los descendientes de Pizarro. Entrañablemente tosca y dulce a la vez. Fraguada a fuerza de protestar durante siglos con la esperanza siempre perdida de antemano.

Por entonces, las centenarias calles de su pequeño pueblo eran todas de tierra y de pedruscos. Con un chubasco se convertían en barrizales y en todo tiempo deslucían las frecuentes visitas de los estiradísimos forasteros que, una vez al año, acudían muy puntuales desde mil lugares del planeta a la celebrada caza de la perdiz roja.

Los siempre encallecidos lugareños compartían una especie de vergüenza embarazosa al tener año tras año que aceptar la renovada queja de aquellos trajeados cazadores, que – hablando lenguas que no había Dios que entendiese – llegaban de los puntos más dispersos del país y el extranjero, para llevarse de recuerdo en los calzones y en botas unos cuantos gramos extra de polvo o barro.

En aquellas calles pedregosas, sin edad, podía palparse por momentos una resignada desolación. Una tristeza densa, muy antigua. Que en aquel silencio preceptivo de los años difíciles se iba lentamente dilatando sin que nadie alguna vez le buscase remedio. Caminando por ellas podía percibirse algo más, mucho más que el mal estado de unas simples vías públicas de las que todos los vecinos tenían queja. Se podía sentir, muy en secreto, la angustia anciana y largamente acumulada de una región parda y cenicienta.

Pero inesperadamente, un día, algo empezó a resquebrajar la tristeza.

Corría entre muchos barros el otoño del setenta, y en las jaleosas tabernillas del lugar – tras volver con la anochecida, si no ya con la misma noche, de las fatigantes tareas del campo – los exhaustos gañanes se sentaban con la boca abierta ante aquellos primeros y entronizados aparatos de televisión, que con voz constipada anunciaban las sucesivas pruebas de unos siempre encorbatados concursantes que – a fuerza de tanto verlos en blanco y negro en la única emisora entonces existente – llegaban con el tiempo a hacerse como de familia. Pese al obligado culto a la rechoncha figura individual entonces gobernante, el concurso más popular del momento resultaba llamarse «En equipo». Llevado con garra periodística por un joven e incisivamente entrante Alfredo Amestoy, era uno de aquellos programas de precepto que por una hora paralizaban el tráfico reuniendo ante la caja tonta a millones de familias extasiadas. Participaban por norma dos arriesgados sujetos de pueblos distintos que – lejos de insultarse despiadadamente a la manera vulgar y chabacana de los actuales concursos – durante una semana habían de realizar, con la ayuda de sus vecinos y de Dios – y sin que fuese obligatorio divulgar con quién se acostaba cada uno -, una labor digna y altruista en beneficio de sus respectivos municipios. ¿Podría solucionar algo una carta? ¿Bastaría una simple esquela a un programa estrella para cambiar el aspecto indigente y peligroso de aquel arrastradero, por el que entre pinchazos y pertinaces vomiteras trasladaba con incómoda frecuencia a sus clientes? Como una luciérnaga obstinada, una silenciosa idea empezaba a rondarle la cabeza, sin acabar de posarse en ella. Y estrenado ya el invierno, uno de aquellos días cortísimos de Navidad, Francisco Guardado, taxista y herrero de ganada estimación – sin más estudios ni diplomas que los conocimientos básicos que a palmetazo limpio le inculcasen en una de aquellas escuelas tradicionales de su pueblo -, le comentó al cuñao Julio – que como de costumbre andaba de vacaciones en el lugar – que se veía capaz de lanzarse. Y es que por obligación, y desde siempre, la gente a menudo extrema de aquella región tan dura, o bien se lanza, o se resigna. De forma que una de aquellas noches, viendo los dos el concurso de moda en casa con la familia – como quien dice, por probar suerte, y sin llegar a tomarlo muy en serio -, al modo de los antiguos leones extremeños Francisco por fin se lió la manta a la cabeza dispuesto a hacerse las Américas. Sin pensárselo más, se arrojó a enviar la temeraria carta que el cuñao – más diestro en asuntos de escritura – escribió como si fuese él y exponiendo con buena labia el proyecto, dándosela a firmar con el despreocupado descreimiento de una rutinaria quiniela. Y así, medio de guasa, pensaron que si salía adelante el asunto, pos que mu bien; y que si no, pos que se quedarían tal como estaban. Que de toas maneras ná tenían que perdé. Y es que con su formación autodidacta, aun llamándose Francisco Guardado – y no precisamente Francisco Pizarro -, el Valverdeño era capaz de conquistar cualquier imperio inca. Y hasta el azteca de paso si se le encasquetase.

Huérfano de padre desde los diecisiete, se vio desde muy muchacho condenao a espabilar y a arrear p’alante en esta puñetera vida, abriéndose el camino como pudo en la fragua que de su padre heredase, y alternando luego el yunque con el volante por aquellas malditas carreteras extremeñas de por entonces; sin quedarle más remedio, como a tantos de sus antepasados, que tener que abrirse a trompicones su ruta particular hacia un nuevo mundo. La osada carta debió llegar muy rápido, y con las mismas prisas Francisco recibió una cordial llamada de los de la tele, que en un pulido castellano le anunciaron que, «… por ser competencia de las diputaciones, lamentablemente, don Francisco, las carreteras no tienen cabida en nuestro concurso…; pero sí podría usted concursar con otra obra…, como por ejemplo…,

Si las calles de su localidad no están en buen estado…, ¿qué le parecería… arreglarlas?… ¿Qué nos contesta, don Francisco?… “Con sano acento castúo les explicó que en tal caso renunciaba, sabiendo bien que pavimentar las calles de su pueblo en siete días equivaldría poco menos que a una nueva toma de Cuzco. Y para colmo el gran conquistador trujillano ya por entonces no vivía. Los de la tele insistieron, y hasta un equipo móvil invadió una mañana el pueblo por sorpresa tomando su casa al asalto. Técnicos y especialistas con toda su parafernalia audiovisual a cuestas pateaban de un lado a otro las precarias calles de la villa, ante el obnubilado asombro de viejos y chiquillos y zagalones; ante la general curiosidad de unos pacíficos vecinos que, hechos a una vida más sencilla, miraban focos y cámaras y micrófonos como si de misteriosos artilugios de procedencia extraterrestre se tratase. Y él, muy diligente, se llevó a aquellos señores tan bien hablaos a un garbeíllo por la cariñosa carretera de Ahillones – de la que ni los más santos contaban cosa buena -, y ya de paso por la de Azuaga; porque aquella gente fina procedente del mundo próspero y desarrollao comprobase lo que en aquella tierra recibía el ostentoso nombre de carretera. Pero los de la tele siguieron muy educadamente en sus amables trece hasta que, con una ilusionada resignación, Francisco aceptó por fin el titánico reto. Así pues, la vieja expedición de Cortés de nuevo estaba a punto de partir. Pero esta vez la travesía había de realizarse por aire. Y no con rumbo a las Indias, sino a Barcelona. Y un lunes cuatro de enero del año de Nuestro Señor de mil y novecientos y setenta y uno – según consta con meridiana claridad en el cuaderno de bitácora -, tras una confortable navegación de dos horas por aire desde Sevilla y con forzosa escala en Madrid, Francisco y su hermano Manolo pusieron pie en una lejana isla desconocida.

Eran los impresionantes estudios de Miramar, donde todo para ellos era extraño y novedoso, y donde aquella misma noche se celebró la esperada primera parte del concurso. Cuando sin acabar de creérselo sus paisanos lo vieron aquella noche en la tele – superando curiosas pruebas que medían su habilidad en múltiples facetas, haciendo sonar con dignidad el ecológico nombre de su pueblo por primera vez y reiteradamente en el más importante medio-, algunos de ellos tenían ya las herramientas tras la puerta pa’ empezar a levantar el terreno. Era como si intuyesen que la silenciosa voz de todos ellos – nunca antes escuchada – de repente empezase a oírse. Y lanzados de cabeza a la aventura con Cortés, ya nada podría detenerlos. Más sabían que disponían de tan sólo una semana para la toma de Tenochtitlán y la captura incondicional de Moctezuma. Comulgando de pleno con la televisada emoción de aquel apremio, mucha gente comenzó de manera instintiva a apoyarlos. Como bien se demostró a la mañana siguiente en el aeropuerto del Prat, donde los viajeros que hacían disciplinadas colas catalanas reconocían de inmediato al concursante y le cedían la tanda con un «pase usted, pase usted…, que tiene mucho que hacer en su pueblo. » Y más aún se demostró cuando – al transbordar en Barajas – los dos hermanos estuvieron a punto de marcharse por error al extranjero.

Pues habiendo prisa por la hora, Francisco y su Manolo confundieron la salida y, tan campantes, se metieron en Vuelos Internacionales. Con la sana intención de viajar a Valverde. Tras percatarse intentaron a toda prisa enmendarlo, protagonizando una proeza indiana inenarrable. Carreras por todos los pasillos, ventanillas que no eran, el tiempo que volaba… Pese a tan singular batalla, perdieron su avión a Sevilla. Una hora después había otro vuelo, pero ni había plaza en él ni posibilidad de cangear el billete hasta la mañana siguiente. Y la prisa por volver al pueblo era mayor que su paciencia. Pero en mitad de aquel percance, hasta Dios pareció por una vez compadecerse. Por eso que los mal informados llaman el azar – y ya que a veces el mundo es un mágico pañuelo -, con natural sorpresa divisaron, en la amplitud abarrotada de la sala de espera, a don Fernando Robina; Procurador en Cortes y ex-alcalde de la ciudad consanguínea de Llerena. A quien sólo de vista conocían. – Yo le digo lo que nos pasa…, y a ver – se echó p’alante Francisco. – Claro, claro… Casualmente vi la tele anoche y al oír Valverde de Llerena… Venga… Esto lo arreglo yo y os venís en mi vuelo. Bronca en la primera ventanilla: – No hay billete. – ¿Qué no? – No. – Está usted hablando con un Procurador. – Sí…, pero no hay billete.

Portazo en un despacho. Nada. Otro despacho. Nuevo portazo. – Estos cabrones… Ya verán. Lo perdieron de vista. Como un ciclón entraba y salía revolviendo papeles por aquellas oficinas a su paso. – ¿Eh?… ¿Qué os dije? – reapareció al cabo de un rato enarbolando en una mano los pasajes. Consciente de su prisa – por haber visto como todo españolito aquel programa -, con desenvuelta rapidez don Fernando los puso ante un cuatrimotor. Donde se los llevó sin más demora a Sevilla. En San Pablo lo esperaba un taxi, en el que los montó, bajándose él en Los Remedios y dando orden al taxista de que los acercase a Valverde, que él corría con el gasto. Y cuando aquel martes por la tarde retornaron por fin a su lugar, todo allí estaba ya patas arriba y hasta habían ya levantao con una afanosa urgencia un par de calles. Sin saber nadie ni cómo, de repente había estallado una laboriosa rebelión contra el tedio. Contra el sentimiento de impotencia heredado y el conformismo secular. Se pretendía mucho más que rellenar un triste suelo con el emplaste grisáceo y pegajoso del cemento. Con esa oportuna excusa, se vivía ya la experiencia colectiva más luminosa hasta entonces en la oscura memoria de la villa. Por una vez sin viejos bandos de rojos y azules enfrentados. Sin amigos postizos de saludo y ocasión ni inamovibles enemigos vitalicios. Mas viendo que cada cual quería empezar su particular conquista del Nuevo Mundo por su plazuela o por su acera, Francisco hubo de regañar a unos cuantos. Anunciándoles que en aquella larga travesía se precisaba un cierto orden. Como si inconscientemente rehuyese aquellas luchas fratricidas entre los de Pizarro y los de Almagro – que nulo bien hiciesen a la epopeya hispana – y que, sin conocerlas, como un atávico impulso de la sangre, sus paisanos parecían querer resucitar. Y a partir de ese momento – con una estrategia ahora unificada – la conquista de Méjico siguió. Con un

Peculiar Hernán Cortés en mono blanco siempre al mando de sus tropas, y en cuyas manos endurecidas por tantos años en la fragua delegó el alcalde durante siete días su mando. Hasta que todo lío pasase. Pero de momento el lío era tal, que por repartirse las muchas responsabilidades asumidas, las cuentas de la obra no se hacían pasar por el Ayuntamiento, pero si recibió el Ayuntamiento una subvención de la Excelentísima Diputación Provincial de Badajoz de 250.000pts para las obras de En Equipo (como refleja el acta de Pleno del día12 agosto del 1971). La cuentas las llevaba el vecino Francisco Perelló en la mansión de los Cerrato – gente de buena posición y muy querida en el pueblo, que muchos panes habían repartido en los peores años -, que para la ocasión cedieron aquella vivienda palaciega que con descaro destacaba entre las demás, y que años más tarde terminaría convirtiéndose en un espacioso Hogar del Pensionista.

Y con Dios curiosamente a favor, propiciando un tiempo soportable y sin chubascos, la siguiente calle que levantaron fue la de la Cañada. Y la primera que por fin encementaron, la de Guaditoca. Por muchos años se habría de recordar que el primer saco de cemento que se echase fue donación del paisano Manolo Grillo. Conocido en el lugar como «el Chepa» Y que el primer camión de arena llegó entre aplausos desde Llera con su alcalde apretujao en la cabina. Y la plaza muy pronto se llenó de movedizos montones de arena y de cemento, que a los ojos infantiles semejaban montañas silenciosas. De una belleza amenazante. Como los pavorosos picos del Tehuantepec. Algunos tramos más empezaron lentamente a rellenarse mientras otros se picaban ya a to’ trapo pa’ poder abrir cuanto antes la caja. Los paisanos ya maduros, los mozos y hasta los chiquillos, con picos y palas, con espuertas y rodillos y reglones, empezaron a dejar el ignoto lugar donde fuesen a nacer casi irreconocible. Resueltas vecinas de las calles que se iban ensolando les llevaban entre bromas un café, con rústicos «gañotes» bañaos en miel, o recubiertos de azúcar – variedad que en la cercana tierra de Jayón llaman «melendres» – , con lujuriosas «perrunillas» recién caídas del Cielo y, de vez en vez, un tintorro tabernario pa’ enardecer la moral. Al tiempo que estrepitosos tractores, camiones resonantes y sigilosas carretillas circulaban por donde buenamente se podía trayendo y llevando materiales. Haciendo surcos en la arena que – al compás de los afectos que surgían – día tras día se iban haciendo más profundos. Verificando sin saberlo la tópica testarudez casi suicida de la tierra, dos hombres solos durante una sola noche pavimentaron una pequeña calle. Redondeando la hazaña, como por inercia, aún tuvieron fuerzas para seguir batallando durante el día. Eran Manuel y Rosario Fernández. Diríase que de algún modo obedecieron aquella heroica orden de Cortés de desarbolar el velamen de sus naves, para no poder volverse atrás, obligándose a luchar sin más opción que la victoria. Siempre han sido ocurrencias propias de extremeños atendiendo al refrán, «duros como leños». Y aquel espectáculo, sin buscarlo, superaba la mejor función del circo Price; el más apabullante desfile del

Día de la Victoria; la aún reciente llegada del hombre a la indefensa Luna. Pues aquella colmena de gentes, mayoritariamente humildes, alimentaba un afán infinitamente más humano: la sencilla ilusión – largamente desechada – de poder algún día adecentar sus viejas calles y plazuelas. Y al mismo tiempo – ya de paso – comunicar al mundo que existían.

Sí. Comunicar al mundo simplemente eso: que aunque a nadie jamás le interesó, existían. Como a un toque imprevisto de corneta acudieron muchos hombres de pueblos hermanos de la comarca. Y aun de otros más distantes. A compartir sudores y cafés y perrunillas con los valverdeños – curtidos supervivientes del trajinante estirpe de la arriería -, de tal forma que a la conservadora prensa provincial no le quedó más remedio que acordarse por una puñetera vez en la vida de aquel olvidado lugar del mundo. El diario «Hoy» entrevistó al osado concursante llegando a sacarle hasta una foto; cuando en todo aquel país hasta los niños conocíamos ya bien sus prominentes gafas, su discreta estatura, su delgadez enchaquetada y correcta, su reflexiva seriedad y – pese a lo de Barajas – su desenvoltura insólitamente urbana. Y puesto que cada familia del lugar se rascaba hasta el fondo en el bolsillo por aportar a la obra lo que tan santamente podía, aquel invierno, por primera vez en muchos años, no pudo haber reyes para los pequeños de Valverde. Pero no les importó. Hechos a la puñetera fuerza desde que les apuntaban los dientes al trabajo – lejos siempre del acomodo empalagoso de otro tipo de infancias -, fue más que suficiente para ellos la cotidiana aventura de poder echar una manilla acá o allá, rompiendo por vez primera esa eterna repetición de navideña monotonía. Y entre tanto, a sus padres y a sus tíos, a sus hermanos mayores y a sus primos ya «mocitos», a sus abueletes aún correosos y a sus aún imberbes cuñadillos, unos polvorientos Magos del Oriente en traje de faena y empapados en sudor aquel año les trajeron pico y pala. Y en aquellas botas manchadas de barro y de cemento, les dejaron el precioso regalo de una gran ilusión. Recios voluntarios llegaban de pueblos cercanos, y aun de otros más distantes, recorriendo las siniestras carreteras de aquella región callada – la más callada, la que rara vez salía en los telediarios -, y formando sin saberlo una peculiar cabalgata. Una austera cabalgata sin luces ni incienso ni serpentinas. Sin camellos engalanados de ensueño ni vistosas capas. Sin diminutos pajes multicolores ni carrozas rebosantes de caramelos y reluciente espumillón. Portando tan sólo un cargamento de entusiasmo e ilusionante trabajo en amistad. Y en medio de la noche, sin que apenas nadie lo notase, una serena luz brillaba todo el tiempo en la distancia. Todo el pueblo se volcaba. Cada día llegaban nuevos voluntarios a embarcarse sin temor con rumbo a Indias. Desde el telúríco Ahillones y la inquisitorial Llerena. Desde la solapada Trasierra y la llanísima Berlanga. Desde la animosa tierra de Jayón y la milenaria Regina Turdulorum (llamada hoy Reina).

Rostros ocasionalmente conocidos y en su mayoría completamente nuevos. De esforzados varones que no necesitaban credenciales. Ni elegantes tarjetas de presentación. Ni «previa cita». Que quedaban integrados al instante en el hervor de una batalla sin fusiles ni ejército enemigo. En una guerra sin cañones donde, más que derrotar a Zarzuela del Pinar – el lugar perdido en las nieves de la Meseta cuyo alcalde era el concursante rival – , lo que realmente importaba era hacer saber a toda una nación que, en la tierra sumisa y olvidada de los conquistadores, un pequeño pueblo – aunque ya hacía tiempo que se perdiesen las colonias – aún era capaz de realizar alguna gesta. Y siguieron llegando más y más conquistadores. Desde Azuaga la minera y Casas la silente. Desde Zafra la famosa y la solidaria Llera. Desde la incógnita Valencia de las Torres y la devota Granja. Y aún más y más y más. De Villafranca de los Barros y de la alicantina Novelda. De Calzadilla y de Valdecalzada. Y hasta de los municipios andaluces de Guadalcanal y Belmez. Ante todo aquel revuelo solidario, los de Diputación – quién sabe si barruntando un anacrónico rebrote subversivo – mandaron pronto al pueblo a un diputado que diese cumplido informe de lo que allí se cocía. De si todo lo que se contaba era tan cierto. Resultando por lo visto que lo era. Por lo que no tuvieron más riñones que implicarse y por fin mandaron un simbólico camión de herramientas. Tras lo cual, con total probabilidad, se arruinarían. Y sin necesidad de prestigiosa orquesta llerenense, ni de ruidosas tómbolas, ni de actuaciones de infarto en el alambre; sin tiovivos de monótona tristeza ni resbaladizas cucañas coronadas de impertérritos jamones; sin pétreos turroncillos de Castuera ni fuegos japoneses de atronante artificio; sin tirapichones sobrecargados de muñecas repetidas; sin patéticos pregones reeditados ni protocolarias salutaciones del señor alcalde, fue aquélla la fiesta más hermosa, la más ejemplar y la más útil que jamás hubiera vivido aquel humilde pueblecillo arrinconado en el mapa ancho y polvoriento de la más extensa provincia. Por los siglos de los siglos desheredada de Dios, y hasta del mismo Diablo. Siempre «duros como leños», saturando de sentido el refrán, por unos días los extremeños se removían entre el mismo polvo sin recordar las clases sociales, las distintas edades y profesiones, los muy diversos sexos. Hombro con hombro arrimando siempre el codo – de vez en cuando empinándolo con la botella – y hasta muy en secreto arrimando también el corazón. Compartiendo una conquista que siempre ya recordarían, niños y niñas mostraban con orgullo las señales de las herramientas en sus pequeñas manos de plastilina.

Mientras toda la gente dejaba por siete días sus quehaceres para unirse por completo a la batalla. Poniendo cada cual su grano de arena, cuando no de cemento, o de esperanza. Se batallaba de sol a sol. Forjando un vasto imperio de recuerdos donde el astro rey ya nunca se pondría. Sometiendo a una fe común los ancestrales territorios indígenas – tan autóctonos – de la impotencia y la resignación. Y al soltar la faena, con la anochecida, los conquistadores jóvenes – molíos y sin tiempo pa’ adecentarse –

Tiraban como locos p’ar baile la Peña, exhibiendo con despechugado orgullo la bien sudada ropa de trabajo y aún con ganas de juerga – que por entonces no se decía «de marcha». Y entre tanto el tiempo apremiaba y las posibilidades materiales eran cortas. Los de la tele aportaron quince mil duros de la época, suficientes sólo para agua y arena. Había que sacar cuartos de debajo de aquellos pedruscos que a diario arrancaban de cuajo en el terrizo. Las niñas cobraban unas «perrillas» a los conductores por aparcar, destinando aquella exigua calderilla a la obra, y por instinto se unían al colectivo empeño imitando a sus madres con graciosa perfección, llevando café caliente y dulces y vinillos a los despechugados guerrilleros, acarreándoles también para la mezcla el agua helada de los pozos navideños. Y es que por aquellos años, y a pesar del Plan Badajoz – eficaz para hacer rebosar los bolsillos de tres o cuatro chaquetas respetables -, por la zona no había ni agua corriente. Y a mitad de semana, de repente, de calle en calle se fue propagando una negra noticia. Un trabajador de Zarzuela, cuñado del concursante rival, se había dejado la vida en las calles de su pueblo – dejando también ya de paso viuda e hijos -, tras recibir el golpe brutal de una descontrolada hormigonera. Pésames aparte, y anteponiendo el horror del hecho en sí, los extremeños sintieron que toda aquella ensoñación se deshacía. Si los zarzuelanos suspendían su participación, por falta de rival el concurso se iría al traste. La Conquista – sin indios que someter – se les vendría a pique. Durante una noche, los conquistadores aguantaron el desánimo de un golpe de mar que partía la quilla del galeón. Que anegaba sus ilusiones, a poco de hacerlas naufragar. Por unas horas, abandonaron con desconcierto la malograda nave de su empresa. Refugiándose bajo la copa inmensa y centenaria del árbol de su resignación. Esperando la confirmación de aquello que temían. Al cabo de cuatro siglos, fue un nuevo «árbol de la noche triste». Cortés y sus incondicionales de nuevo ahogándose en un amargo silencio. El extremeño y sus soldados imperiales estrepitosamente derrotados. Batiéndose en provisional retirada ante la imparable insurrección azteca. Tenochtitlán vergonzosamente perdida. El de Medellín y los suyos – mudos por el cansancio y la derrota – al amparo milenario del ramaje de aquel descomunal árbol de fábula. Esperando con impaciencia extrema y dura el primer despunte del alba. Para lanzarse de nuevo sobre la capital de un imperio a sangre y fuego conquistado y que – de la noche al día – parecía escurrirse como un puma de entre sus toscas manos. El mismo imperio que para los valverdeños simbolizaba su a duras penas recuperada esperanza. Pero animado por sus familiares y paisanos, el concursante rival decidió que pese a lo ocurrido debía seguir en la brecha, posibilitando la continuidad de la Conquista. Y así, en cuanto el rojo dios del Sol surgió como un anciano herido de las templadas aguas de Bahía de Campeche, con divina impotencia contempló cómo las reanimadas tropas de Cortés se abalanzaban a muerte sobre su antiguo pueblo. Rápidamente la labor se reactivó. La arena se siguió trayendo del río con tractores del lugar y otros que poco a poco iban llegando. Todos los demás pertrechos se siguieron apañando de donde

Santamente se podía. Y la sana gente de la tierra siguió brindando su apoyo a lo bestia. De la fábrica de Asland en Los Santos llegaron en monstruosos camiones cincuenta toneladas de cemento cual providencial donativo. Pese a lo cual, el extenuado Ayuntamiento Valverdeño hubo de apretarse hasta la última hebilla del cinturón, haciendo una apresurada enmienda del presupuesto para poderle pagar todo el cemento que luego fue necesario comprarle. A punto de tener que empeñar hasta la vara del alcalde. Por aquellos días, muchos eran los que se acercaban al pueblo de excursión, sólo por ver. Pero de forma sorprendente – atraídos por un extraño imán – se quedaban siempre un tiempo. Aunque sólo fuese por el gusto de dar unos solidarios piquetazos. Al igual que sus ancestros imperiales, sin saberlo, se enrolaban de repente en la conquista de una tierra que los atrapaba. Algo así fue lo que aconteció a Juan Luengo, paisano emigrante que llegó expresamente desde Évora con otros más del pueblo y que – atraídos todos por el imán oculto de la ancestral Campiña – a la postre se quedaron más tiempo del previsto a echar unas peonás. Aquel potente imán llegó a atraer un autobús bien nutrido de jaleosos estudiantes del colegio «Hernán Cortés» de Badajoz – que mire usted por dónde tenía ese contundente nombre – , y hasta al popular alcalde de Belmez, conocido en todo el país como un común pariente por su participación en otro hipnotizante concurso algo anterior, casi mítico – «Un millón para el mejor» -, que con más fuerza si cabe consiguiera también paralizar la nación una hora por semana. Aquel alcalde – estrella tan formal y metidito en carnes llegó un buen día de su lugar con un puñao de ceceantes cordobeses, y entre seguidillas y fandangos arreglaron con mucha gracia toa la Calle er Cura. Y habiendo allí más gente que en la guerra, era tanto el tráfico en aquella dichosa semana del concurso que hubieron de venir tres policías municipales de la vecina y más resonante Azuaga para regularlo. Todo lo cual hacía del pueblo un lugar desconocido. Y al final, tras infinitas toneladas de tesón, Cortés venció en Otumba y – tras un tenaz asedio de tres meses – entró de nuevo victorioso en Tenochtitlán, la Ciudad del Cielo. Mientras – en un universo paralelo -, al cabo de los siete días reglamentarios Valverde vencía a Zarzuela al conseguir pavimentar catorce mil metros cuadrados, siendo seis mil el mínimo requerido para obtener el premio. Un premio emborronado de tragedia que Francisco, el extremeño más arrojao de su pueblo – destapando esa oculta humanidad que a menudo emerge en los momentos peores – , decidió repartirse a medias con la viuda del heroico zarzuelano, «que buena falta le hará», según declaró ante las cámaras con esa lacónica sencillez, con esa cálida franqueza sin adornos tan propia de la gente de aquella tierra. Y en ese mismo instante, ante todo un país emocionado, el taxista recibió de su rival un visceral abrazo en medio de una sísmica ovación. Una ovación sin final que probablemente sacó de su largo sueño a Moctezuma. Después – quién sabe si percibiendo entre renglones un indeciso tono obrerista que por instinto les provocaba dentera -, los sagaces controladores de aquella tele no emitieron completa la nota de agradecimiento que el ganador leyó ante las cámaras, en la que hacía constar la

Solidaridad apabullante de tanta gente de bien. Días más tarde, el adorado alcalde de Belmez puso broche de oro – o mejor, de plata de Zacatecas – a la emocionante Conquista: diseñó un jardincillo para la plaza. El proyecto era una obra sencilla que aprovechase escombros y tierras resultantes. Donde el silencio evocase aquellos siete días. Estando ya en camino las plantas y los árboles, por diversas paralizantes «burocracias» no dio tiempo a concluirlo en la semana del concurso. Teniendo a la postre que acabarlo un generoso Servicio de Extensión Agraria. Pero por fin, el voraz estandarte de Castilla ondeaba al viento cálido del altiplano sobre la imponente Pirámide de la Luna.

Por celebrarlo, los bizarros ejecutores de la hazaña organizaron una caldereta gigante en el pueblo. Apurando bien los huesos en la plaza y la carne en el cercano cortijo de «La Franca». Una fiesta de par en par abierta a todo el mundo. Igual que aquellas Indias apenas exploradas de tiempos de Balboa, de Pizarro, de Valdivia o de Cortés. Y pasada aquella semana inolvidable, rara vez volvió a sonar en la tele o en la radio el ecológico nombre de aquel pueblo. La carretera de Ahillones siguió tal como estaba, y todo hijo de vecino hubo de seguir padeciéndola por muchos años más.

Al contemplar de nuevo aquel lugar – ya sin golpes de piqueta ni rugir de motores ni movimiento de voluntarios – , sin más prosperidad que los limitados beneficios del campo y el mercadeo efímero del tiempo de la perdiz, y gradualmente abandonado por sus gentes a la busca de más claros horizontes, por eso Valverde de Llerena puede presumir que  en algo más de siete días hicieron el más fabuloso trabajo y reto que jamás el mundo ha conocido.